Que no, dice la fatídica canciller, que los muertos de las recientes movilizaciones sociales en Colombia fueron obra de los vándalos, pues su gobierno respeta el derecho a la protesta.
Por Alberto Morales Gutiérrez
Genera cierta vergonzosa hilaridad ese predicamento en el que se sumergen los gobernantes y los poderosos, de aferrarse a sus propias fachadas para explicarlo todo, aunque esas explicaciones luego no encajen cuando hablan de las fachadas de los otros.
¿Qué tal la patética seriedad con la que Duque y su deplorable canciller llaman a que el gobierno cubano no reprima las manifestaciones?, ¿qué tal Diosdado Cabello afirmando que en Cuba nadie se está manifestando, pues su “realidad” es que esas imágenes dan cuenta de celebraciones callejeras en La Habana, por los resultados de la Eurocopa?
No se sonrojan con la mentira, no parpadean, aunque eso que digan los convierta en el hazmerreir del mundo. Que no, dice la fatídica canciller, que los muertos de las recientes movilizaciones sociales en Colombia fueron obra de los vándalos, pues su gobierno respeta el derecho a la protesta. Para ella, el ESMAD ni siquiera salió a la calle. Y lo afirma y se queda tan campante.
Detenidos en el tiempo, sueñan todavía con esas épocas remotas en las que la “versión oficial” era la única versión existente, o era, al menos, la mayoritariamente aceptada. De hecho, se mueven por el mundo con esa certeza íntima, a la manera del rey desnudo de Hans Christian Andersen. Recuerde usted que, en el cuento, ese traje nuevo del emperador era invisible para los estúpidos y él, aunque no lo veía, aceptó la pantomima de lucirlo para que los supuestos sastres no lo vieran a su vez en esa condición. Más aún, hasta los niños (como el del cuento) saben que Duque y la canciller van desnudos y se los gritan, pero ya la estupidez ha llegado en ellos a unos niveles tan extremos, que padecen, así mismo, de una aguda sordera.
¡Las fachadas ya no cubren nada!
Devuélvase usted tan solo cuatrocientos años en la historia. Vaya al siglo XVII y observe los retratos de la nobleza, la arquitectura sobresaliente, la belleza de los paisajes palaciegos, el esplendor de sus jardines, la suntuosidad del mobiliario, los detalles de la decoración, el gusto exquisito de las formas. Todo eso que registra la historiografía antigua. No obstante, descubrirá que ya están perfectamente descifrados otros componentes: la fetidez de esas estancias; la mugre de los entresijos y rincones de los pasillos; la grosera convivencia de ratas y alimañas con los cocineros de palacio; el maloliente vaho de la respiración de aristócratas y plebeyos ante la inexistencia de las más mínimas normas de aseo bucal; el imperativo del uso de faldas largas y pesadas para impedir que los olores íntimos se liberen sin control; el uso de los abanicos, no como accesorios contra el calor sino contra la fetidez; la industria del perfume como remedio contra el aire nauseabundo.
El detalle de los brocados no habla del pestilente y eterno olor a orín que se desprendía de todas las paredes; la manera como los desechos humanos se recogían de todas partes: de las escaleras, de detrás de las cortinas, del otro lado de las puertas, y eran simplemente lanzados a los patios porque no existían alcantarillas. No se menciona la razón de las flores con aromas más intensos adornando los jardines de palacio, porque también allí la pestilencia era insoportable por las heces humanas acumuladas en todos sus recovecos.
La imagen de los príncipes y reyes tampoco habla de su reticencia al aseo, de sus baños anuales, de la manera como la mugre carcomía sus pieles y sus entrañas.
La peste negra, esa pandemia devastadora que azotó a Europa entre 1347 y 1353, fue la exacerbación de la suciedad, el hábito de la porquería.
Pero bueno, Los Duque, los Diosdado, los Ortega, ya perdieron hasta el olfato y, eso, es una buena noticia.