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¿Y usted, de parte de quién está?

Hay quienes vemos un mundo descompuesto por las inequidades, las injusticias, el desafuero de la corrupción, y hay quienes lo ven como un mundo normal en el que no todo es perfecto, claro, pero lo consideran el mejor mundo posible. Son las percepciones.

Por Alberto Morales Gutiérrez

Nadie puede negarlo, estos son tiempos de confrontaciones. A decir verdad, todos los tiempos son de confrontaciones. Las gentes tienen ideas y creencias diferentes que las hacen ver el mundo y la realidad a la manera de cada cual.

Hay quienes vemos un mundo descompuesto por la inequidad, las injusticias, el desafuero de la corrupción, y hay quienes lo ven como un mundo normal en el que no todo es perfecto, claro, pero lo consideran el mejor mundo posible. Son las percepciones.

Así, cuando criticamos la violencia policial a propósito del aniversario del asesinato del estudiante Dilan Cruz, entonces nos envían fotografías de una manifestación estudiantil en donde un grupo de muchachos encapuchados agrede a un policía. Si decimos por ejemplo que rechazamos los feminicidios, entonces alguien nos envía el recorte de la noticia en la que se ve a un hombre con moretones, que ha sido golpeado por su exmujer. Si decimos que la ineptitud de Duque es de dimensiones colosales, nos envían notas sobre las barbaridades manifiestas de Maduro. En fin.

Aunque estas miradas diversas han sido una constante a lo largo de la historia de nuestra especie, no puede negarse que el auge de las redes sociales y de la internet, ha incorporado una variable asociada a la rápida y masiva circulación de noticias y datos falsos que, por el fenómeno de cascada, se viralizan a niveles impredecibles, se convierten en “verdades”.

Las percepciones hacen que seamos selectivos con esas informaciones y nos dispongamos a aceptar solo aquellas que coinciden con la manera como cada uno de nosotros piensa. No somos capaces de establecer distancia, no somos capaces de hacernos preguntas sobre su naturaleza e intención. Tragamos entero.

Este ha sido un tema que preocupa al pensamiento contemporáneo. Martha Nussbaum arguye que es el miedo el que alimenta “la retórica de la ruptura”. Puede tener razón. Los unos y los otros tenemos miedo. Hanna Arendt plantea que el comportamiento de algunos individuos, al actuar dentro de las reglas del sistema al que pertenecen, sin hacerse reflexión alguna sobre las consecuencias de sus actos, es lo que entroniza “la banalidad del mal”. Bjung Chul Han sostiene que uno de los prodigios del neoliberalismo es que ha cautivado a las inmensas mayorías en una especie de falacia, que ha reemplazado el concepto de la lucha de clases por una lucha interna consigo mismo, de manera tal que si fracasas te culpas a ti. “Uno se cuestiona así mismo, no a la sociedad”.

Tal vez eso es lo que origina el llamado permanente que recibimos los de este lado, cuando se nos orienta en el sentido de que dejemos de hablar mal, que no nos quejemos, que eduquemos con el ejemplo, que seamos buenos para que la semilla de la bondad vaya ganando terreno paulatinamente, hasta cuando el mundo cambie. Pero no, no ha sido esa la lección que hemos aprendido de la historia. Por el contrario, cada avance en términos sociales, políticos, económicos; en términos de conocimiento, significa una disrupción.

Y entonces, todo confluye en el imperativo de alimentar el pensamiento, la razón, la rebeldía, la capacidad de hacernos preguntas pertinentes, el no asumir las “verdades” porque si.

Lo invito a reflexionar, por ejemplo, sobre algo que aprendí de los sofistas, quienes llevan más de veinticinco siglos cargando con una mala reputación originada en sus desavenencias con Platón. No. Los sofistas no son especuladores, no son los dueños de la retórica engañosa, como se nos ha querido hacer creer. Por el contrario, es gracias a la escuela filosófica sofista a la que se deben las más poderosas reflexiones sobre el relativismo, “el escepticismo político, el rechazo del culto de la ley, la democratización de la cultura, el descenso del filósofo a la arena pública” (Onfray M. 2006. P, 90).

Platón se encargó de estigmatizarlos porque no les perdonó nunca que se auto-definieran como profesores, no les perdonó que cobraran por sus clases. Ciertamente, Platón era un arrogante al que le disgustaban los pobres…y esta es, otra verdad.

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