Para que haya diálogo hay que saber oír. Esa es la vía obligada para la comprensión. Hoy se ha convertido en un ejercicio virtualmente imposible porque precisa, por parte de quienes lo protagonizan, una actitud de escuchar y esa actitud ha sido aniquilada. El único diálogo posible parece ser el diálogo de sordos. Estamos en la era del monólogo, la de la clase magistral, la de la discusión inútil.
Por Alberto Morales Gutiérrez
Es claro que el bullicio que sacude al mundo de hoy, ha hecho estragos en nosotros. Las redes son escandalosas, la música es escandalosa, las noticias son escandalosas, las reuniones son escandalosas, los gobiernos son escandalosos, la gente es escandalosa.
Es cierto que, a estas alturas de la historia de la civilización, ya nadie oye nada y a nadie le interesa oír.
Permítame entonces la/lo aburro sin hacer mucho ruido: se trata de un libro pequeño, de 222 páginas, 12.5 por 19.0 centímetros. Descubro que la última edición del mismo fue en 2021 por Penguin Randon House en su Colección Premio Nobel de Literatura. Así pues, debí haberlo comprado en alguna feria del libro, tal vez la fiesta del 2022 en Medellín, pero apenas empecé a leerlo hace pocos días. Todavía tenía el celofán. Es Elías Canetti: “Las Voces de Marrakesch y El Testigo Oidor”. Dos libros en uno.
Leí el magnífico prólogo de Ignacio Echevarría y decidí empezar por el segundo. Terminé de hacerlo en medio de un estremecimiento de respeto, de alegría y de conmoción interior.
Adopté una actitud reverencial ante el despliegue de talento, de sabiduría y, sobre todo, ante la significación de la propuesta que subyace en ese contenido. Entendí, además, la intención de publicarlos juntos. Los dos libros hablan de lo mismo, con métodos narrativos diferentes. El primero es una crónica de viaje y el segundo un libro de definiciones humanas, descripciones de comportamientos. Más bien, un tratado de maneras de ser. Los dos libros hablan de la virtud de saber oír.
Canetti, sin lugar a dudas, murió en 1994 siendo una especie en extinción. Él mismo se definía como “un testigo oidor”. Lo expresa en los apuntes de “Fiesta bajo las bombas” (Galaxia Gutemberg. Barcelona 2003) uno de sus textos póstumos. Ignacio Echevarría lo refiere en el prólogo. Cuenta que en esas reuniones a las que asistía en Londres, estaba dispuesto siempre “a dejarme envolver en conversaciones interminables. Escuchaba atentamente durante largo rato, era escrupuloso en esto; pero no era solo una cuestión de pura escrupulosidad: era también una pasión mía esa de oír a las personas todo lo que desearan decir de sí mismas”.
Echevarría destaca que en “La antorcha al oído” (Debolsillo, España. 2011) hay un capítulo titulado “La escuela del buen oír” en donde Canetti hace una profesión de fe: “la primera prueba de respeto hacia los seres humanos consiste en no pasar por alto sus palabras”.
Su reflexión sobre “las máscaras acústicas” describe de manera precisa una actitud adoptada por el mundo entero: la actitud de imponer unos límites a la realidad que cada uno es capaz de aceptar y de asumir. De esta manera excluyen obcecadamente lo que no les interesa oír. La gente se aferra cada vez a menos palabras.
Ese tratado de las maneras de ser que es “El Testigo Oidor”, recoge exactamente la descripción de 50 casos, definidos de manera delirante: El Delator/ La Acaudalada/ El Lengüipronto/ La Depurasílabas/ El Bibliófago/ La Cansada/ El Nuncadebe/ La Rechazada…en fin.
De La Blanquisidora y su obsesión con la limpieza, dice que“hombres y animales son lavados hasta morir. Es como antes de la creación del mundo. La luz es separada de las tinieblas. Y ni el mismo Dios está ya muy seguro de lo que hará.”
Del Pseudoretórico afirma que “busca oyentes que no sepan de qué habla” y que “las más de las veces, logra permanecer incomprendido”.
Del Delator expresa que “no le gusta callarse nada que pueda ofender a otro” y que “solo le interesa la confianza de la gente, sin la cual no podría vivir”.
Aquello que los expertos llaman “la sociedad de la información” es una de las ruidosas características del mundo de hoy. Las TIC se han insertado en la conciencia colectiva, pues desarrollaron la capacidad de influenciar con su escándalo de algoritmos maliciosos e intenciones castradoras del pensamiento, todos los ámbitos de la vida cotidiana. Quien no se adecúa a esta invasión, es tratado de antiguo, de “obsoleto”. La gente se rinde a esta presión.
La experta Juliana Pinzón Garrido de la Universidad Autónoma de México, reflexiona sobre las dos caras de la digitalización de los contenidos. Dice que la información es más accesible, sí, más “acumulable”, pero se ha vuelto desordenada y falaz, carece de criterios de organización. “Hay más información, pero de menor fiabilidad”, concluye.
El teórico cultural Paul Virilio (1932-2018) desvela en su análisis sobre el cine y la televisión una desfiguración del silencio, pues logró imponer la idea de que “ningún silencio puede ser reprobador, resistente, sino consentidor”. Fue así como lograron el prodigio de construir una especie de “hiperabstracción” con lo audiovisual y los efectos sonoros, que desencadenó un tal culto a la luz y al sonido, que arrebató por completo la voz de los espectadores.
Atribuye la crisis contemporánea del arte al hecho de que, para hacerse oír en este entorno de bullicios sin fin, empezó también a gritar, haciéndose instantáneo. La modernidad ha abolido todo diálogo, ha prohibido cualquier cuestionamiento. “El silencio ya no tiene voz, se ha puesto afónico y el mutismo está en su colmo”.
Para que haya diálogo hay que saber oír. Esa es la vía obligada para la comprensión. Hoy se ha convertido en un ejercicio virtualmente imposible porque precisa, por parte de quienes lo protagonizan, una actitud de escuchar y esa actitud ha sido aniquilada. El único diálogo posible parece ser el diálogo de sordos. Estamos en la era del monólogo, la de la clase magistral, la de la discusión inútil. La deliberación le ha dado el paso al debate, esa extraña técnica en la que cada uno expone sus postulados y le importan un rábano los postulados del otro.
Oír es un acto de rebeldía, un acto de valor, un acto heroico. Volvernos oidores, testigos oidores, puede convertirse en una herramienta revolucionaria. Si el otro sabe que está siendo escuchado, tal vez se desarme. Podemos empezar, como lo hizo Canetti, aún a riesgo de parecer “antiguos”. Tenemos el coraje para hacerlo.