En Colombia, el espectáculo de la falta de seriedad recorre prácticamente todos los escenarios de la vida nacional. Jamás habíamos tenido una clase política más poco seria, unos organismos de control, unos ministros, unos policías, unos militares, unos jueces, unos gobernantes, más pocos serios.
Por Alberto Morales Gutiérrez
Tal vez la crisis del mundo contemporáneo en general y la de nuestro país en particular, tiene también que ver con el hecho de que la seriedad se ha perdido. Se trata de un drama tan severo, que incluso la palabra seriedad ha sido envilecida en su real significado.
¡”No, señoras y señores”! La seriedad no es ausencia de alegría o rostro adusto, tampoco es tomar distancia de la gente, no es formalidad excesiva o rigidez, no es actuar con reserva. No. La seriedad es responsabilidad, es cumplir con la palabra empeñada, es honradez, y esas tres condiciones tienen que ver con el comportamiento y la relación que tenemos con los otros, con los que nos rodean. En términos etimológicos, “serius” significa en latín “de peso”, “importante”.
Mire usted la profunda seriedad con la que los niños asumen sus juegos.
Es a los irresponsables, a los políticos corruptos, a los sátrapas, a quienes se debe ese predicamento que repiten los alienados con grotesca concupiscencia: “¡que no se tomen la vida tan en serio!”
La falta de seriedad se convirtió en una constante. A fuerza de ser poco serios, la mentira se impuso y se transfiguró en habilidad, en viveza, en astucia.
Donald Trump es, por ejemplo, el símbolo patético de una vida ejercida con total ausencia de seriedad.
En Colombia, el espectáculo de la falta de seriedad recorre prácticamente todos los escenarios de la vida nacional. Jamás habíamos tenido una clase política más poco seria, unos organismos de control, unos ministros, unos policías, unos militares, unos jueces, unos gobernantes, más pocos serios.
La cosa degeneró en patología. El alcalde Quintero, en Medellín, es un mentiroso crónico. Todos los días hace anuncios grandilocuentes de logros alucinantes, mientras la ciudad se derrumba ante los ojos de quienes la habitamos. Y el señor Duque se ha erigido como el campeón de la estulticia. Su deplorable entrevista a El Espectador lo muestra al desnudo: mira a los ojos a los periodistas, asume una pose de galán de televisión y suelta una perorata ubicada a una distancia de años luz, con relación a lo que realmente está haciendo, a la manera como está destruyendo con sevicia a este país desmoronado.
Las “frases célebres” de María Fernanda Cabal, Paloma Valencia y Ernesto Macías, para no citar sino tres ejemplos, son pronunciadas con orgullo, con una satisfacción inocultable por parte de sus protagonistas, pues para ellos, su falta de seriedad es una especie de proeza.
La entronización de la falta de seriedad, que no solo nos afecta a nosotros sino al mundo entero, es una consecuencia de esa conspiración neoliberal engendrada hace ya cincuenta años, uno de cuyos efectos es la complicidad de amplios sectores de la población con esa práctica. Se cumple así la terrible premonición de Alain Finkielkraut: el pensamiento ha sido derrotado. Son capaces – ese es el horror – de intelectualizar esta debacle. André Bercoff grita con orgullo: “¡Dejad que haga conmigo lo que yo quiera!” y Finkielkraut explica el alcance de ese delirio: “dotado de un mando a distancia, así en la vida como ante su aparato de televisión, compone su programa con la mente serena, sin dejarse ya intimidar…”
y agrega que, para el alienado, “dejarse de avergonzar de uno mismo, es la señal de la libertad realizada…”
Son poco serios, mienten y, claro, carecen de todo pudor al hacerlo. Esa es su propia tragedia, pero no saben que la están viviendo.