La lógica de la fuerza bruta los ingresa en una dinámica de adormecimiento de la razón, hasta lograr que desaparezca por completo. “Servir y obedecer”, que opera como el paradigma del buen soldado, no permite, no admite, no concibe el ejercicio del pensamiento.
Por Alberto Morales Gutiérrez
Fue hace muchos años. Era un muchacho flaco, divertido, amable y solo hablaba del tema de la guerra, que lo apasionaba. Su erudición desconcertaba: fechas, nombres, movimientos, lugares de batallas legendarias. Pero él tenía la virtud de hacerse preguntas sobre aquello que iba aprendiendo: ¿Cuál era el sentido de esa guerra?, ¿cuál era la causa que se defendía?
Me agobia no recordar su nombre ahora. Creo que estábamos en el equivalente al grado nueve o diez de estos tiempos, cuando se armó una conmoción de padre y señor mío en Manizales, porque el muchacho flaco de este cuento apareció una noche en el programa de televisión que dirigía el profesor Antonio Panesso Robledo: “20 mil pesos por sus respuestas” (una fortuna en esas épocas remotas)
Se trataba de un acontecimiento, pues el muchacho era un adolescente. La idea, con el programa de marras, era que la gente se inscribía a concursar sobre un tema específico e iba acumulando dinero en la medida que acertaba en cada respuesta. Panesso y sus asesores disparaban preguntas cada vez más difíciles hasta derrotar al concursante. Muy pocos de los participantes ganaron la suma propuesta. El muchacho se defendió con inteligencia y tuvo una actuación digna. Regresó hecho un personaje y supimos que ingresó a la academia militar pero no hizo carrera. Se salió tempranamente de la milicia.
Habíamos hecho apuestas desde nuestros prejuicios. ¿Cómo iba a durar él, si era una persona culta, estudiosa, mientras los “chafarotes” destilaban ignorancia por todo el cuerpo?
Cosas de la vida, nos tocó a los pocos días ingresar a pagar el servicio militar mientras seguíamos estudiando. Fue un experimento que solo estuvo vigente durante dos años. Conocimos entonces la vida interna de los cuarteles, sus rutinas. Nos reíamos porque las instrucciones eran muy elementales. No olvidamos al sargento que, en un entrenamiento de primeros auxilios, levantó a la vista de todos, una telita frágil, como una malla, y nos gritó: “esto es una gasa. Repitan conmigo: ¡gasa!, ¡gasa!”
Nos volvimos un estorbo. Adoptamos una posición insufrible de superioridad intelectual y despreciábamos las rutinas y las conversaciones. Enviamos una carta al Ministerio de Defensa reclamando por el mal trato, acompañado siempre de expresiones soeces, y , sorprendentemente, nos respondieron con una circular en donde instruían a nuestros superiores sobre la necesidad del buen trato. Los suboficiales nos veían pasar y decían en voz baja: “ahí van los maricas del premilitar”.
En honor a la verdad, había una excepción: el general Álvaro Valencia Tovar. Escribía libros, dictaba conferencias, se convirtió en columnista de El Tiempo cuando inició su retiro y era reconocido como un tipo inteligente. Desde luego rechazábamos su ideología, pero no era una persona elemental.
La bronca contra los “hombres de armas” tiene su expresión más contundente en una frase indignada de Albert Einstein a propósito de los estragos de la bomba de Hiroshima: “hay tres tipos de inteligencia: la humana, que es la normal, la animal que es inferior a la humana, y la militar”.
Pero el asunto es profundo. El militarismo es una ideología en el sentido estricto de la palabra. Para ellos, “la fuerza militar es la fuente de toda seguridad. La paz a través de la fuerza es la única y mejor forma de conquistar la paz”. El aforismo latino “si vis pacem para bellum”, es su axioma: “si quieres la paz prepárate para la guerra”.
Los militaristas son fanáticos del poder duro. Para ellos son paradigmáticas la España de Franco, la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler, la Rusia de Stalin.
La lógica de la fuerza bruta los ingresa en una dinámica de adormecimiento de la razón, hasta lograr que desaparezca por completo. “Servir y obedecer”, que opera como el paradigma del buen soldado, no permite, no admite, no concibe el ejercicio del pensamiento.
El muy sonado caso del evento “cultural” de la policía en Tuluá en donde un estudiante se exhibe disfrazado de Hitler, mientras otros simulan ser de la Gestapo y hay una puesta en escena rodeada de esvásticas y alusiones a la Alemania Nazi, lo único que hace es refrendar no solo esa ausencia de reflexión, sino la pasión exacerbada por el poder duro. Una pasión que ejercen sin contemplaciones en las calles y en los campos de nuestro país, que está registrada por ejemplo en el abordaje del ESMAD para contener las movilizaciones sociales de los últimos días y en la cifra aterradora de los 6.402 falsos positivos contabilizados hasta ahora.
Ha sido un proceso de decadencia universal y que impacta, sin duda, a todos los ejércitos y militaristas del mundo. Tal vez si estudiaran con una actitud diferente ante el conocimiento, si adquirieran un sentido de la historia, podrían aprender lecciones del tirano Pisístrato en la Atenas del 560 a. C. o del mismo Alejandro Magno, discípulo de Aristóteles y quien, aún en el reposo de los campos de batalla, dormía con La Ilíada debajo de su almohada. Pero no, el “¡ajúa!” es no solo un grito que lanzan los comandantes y el señor Duque, cuando se excita con los uniformes. El “¡ajúa!” es un relato, una muy reducida visión del mundo, una convocatoria, una manera de actuar, una respuesta.
¿Cree usted en la democracia, en los derechos humanos, en la libertad? – le pregunta usted al uniformado- y él responde con entusiasmo: “¡Ajúa!”
4 respuestas a «¡Ajúa!»
¿Pensar? Eso es un despropósito en su mente reducida.
Hola Stella. Abrazo! Gracias por leer. Sí, todo en ellos es un despropósito
Recordé a Jorge Isaac, culto y guerrero,
Abrazos Morales.
Gracias por leer LuisBer. Un abrazo