Los Uribe, los Duque, las Palomas, los Macías, los Carrasquilla, los Londoño, Las Cabal, todo ese coro siniestro que ha decidido arrasar con nuestro país e imponer a sangre y fuego la impunidad, arrasar la ética y convertirnos en una cloaca, no parecen estar haciendo nada original.
Por Alberto Morales Gutiérrez
Todas esas fotografías del señor Gabriel Jaimes que circulan por estos días en las redes, son decididamente inquietantes. Hay un gesto lombrosiano en su mirada, sus labios tienen una especie de rictus sangriento y el mechón que cae sobre su frente hace pensar de inmediato en cruces esvásticas. Hay que decirlo, uno mira esas fotografías y no puede menos que sentir miedo.
Tal vez sea pura sugestión. Lo cierto es que, al observar esas imágenes, me retrotraje a las reflexiones sobre el terror blanco en los tiempos de la revolución francesa, referidas por el historiador británico Richard Cobb y, de manera particular a un texto de Roberto Calasso sobre el tema, pues hay tantas y tantas coincidencias con lo que significa el desangre de esta Colombia de hoy, que usted va a sorprenderse.
Expresa Cobb una definición que pareciera estar describiendo la vergüenza de los falsos positivos, que son ya impronta de una fatídica política de estado y que se repite y se repite con las noticias diarias de las masacres y los asesinatos de los líderes sociales hoy: “el Gobierno Revolucionario burocratizó la muerte mientras perseguía un programa de virtud”. Calasso acota: “y esto basta para prometer, además del horror, el tedio”.
Pero va más allá, a propósito de los más recientes bombardeos para derrotar a niños que, merced a los artilugios del discurso oficial han sido transmutados en “máquinas de guerra”, pues el terror blanco decidió que los niños que se identificaban con sus contradictores, los jacobinos, una vez cumplían los 14 años, estaban perfectamente maduros para ser ajusticiados con la guillotina.
Y ahí, en ese siglo XVIII, el dibujo que hace de los empleaduchos al servicio del terror diera la idea de estar describiendo a los Gabrieles Jaimes que padecemos por estos días: “engallados ya con o entre sus papeles, irreprochables especialmente en la mediocridad que les rodeaba como la banda tricolor”
Y se explaya Calasso en la pintura de esos burócratas que actúan a la sombra de todos los regímenes “con límpida imparcialidad al asestar la muerte a los débiles del momento y en hacer favores a quien podrá ser el fuerte del momento siguiente”.
Mira usted esa fauna variopinta del Centro Democrático con todos sus secuaces de los otros partidos, y diera la sensación de que Calasso y Cobb los conocieran desde siempre, cuando hablan de “sus crueles proezas, precisas venganzas, exuberantes suplicios saboreados uno a uno, enmarcados por desmesurados detalles novelescos de mujeres instigadoras de odios tribales”
No olvidan, desde luego, referir lo que aquí conocemos como los prontuarios de los buenos muchachos o las cofradías de los contratistas y banqueros: “las cavernas de los bandidos estaban llenas de trajes fastuosos. En aquel nomadismo sanguinario se había refugiado la celebración del lujo, último alimento junto con el arcaico pasto de las venganzas”.
Los Uribe, los Duque, las Palomas, los Macías, los Carrasquilla, los Londoño, Las Cabal, todo ese coro siniestro que ha decidido arrasar con nuestro país e imponer a sangre y fuego la impunidad, arrasar la ética y convertirnos en una cloaca, no parecen estar haciendo nada original.
Es patética la manera como la historia se repite, se calca, se fotocopia, a unos niveles tan extraordinariamente cuánticos, que a veces adopta las formas de un mal chiste. ¿Sabe usted como insultaban los jacobinos a los contra – revolucionarios? Les decían “¡cochón!” y no parece ser coincidencia que tan francesa expresión, traduzca precisamente “cerdo”
El gran colofón de todo este recuento histórico es que, de la misma manera que desaparecieron los jacobinos y Robespierre, tanto como Marat, terminaron en la guillotina, igual suerte corrieron los Chalier, los Hérbet y sus amigos, el invencible Napoleón fue derrotado en Waterloo y posteriormente envenenado en la isla de Santa Helena. Las cosas son así… duélale al que le duela.