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No hay mal que dure 1000 años

Este atraso impuesto a la fuerza convirtió a los siervos de la gleba en remedos de seres humanos que eran explotados de manera irracional por los señores feudales, mientras sacerdotes y escribanos les repetían hasta el cansancio que el sufrimiento era la única garantía de ganarse el cielo, en donde serían felices, después de muertos, instalados en las mieles de la vida eterna.

Por Alberto Morales Gutiérrez

Empieza un nuevo año y no hay descanso para los desafueros. Las desalentadoras noticias de prensa dan cuenta ininterrumpida de las masacres, los actos de corrupción, la desvergüenza. Esa gente empotrada en la dirección del Estado, los contratistas, los jueces corruptos, los generales corruptos, los políticos al servicio del establecimiento siguen impávidos con sus fechorías y asumen que nada va a cambiar. Están equivocados. El cambio es inexorable.

Hay un período en la historia de la civilización, que se prolongó a lo largo de casi mil años. Se le conoce como la edad media pero, por sus características aciagas, se le ha denominado también el período del oscurantismo. Cubre desde el 476, que es el año de la caida del Imperio romano de occidente, y el año 1453, cuando se derrumba el Imperio bizantino en Constantinopla.

Se trata ciertamente de un período sombrío, agobiante, en el que la enajenación desencadenada por la iglesia católica sumió a la población entera en un letargo construido a fuerza de sembrar miedo y desazón existencial. El conocimiento fue condenado al exterminio, las ideas se paralizaron y la irracionalidad religiosa se tomó el poder con mano de hierro. Se proscribió todo aquello que no encajara con la verdad de Cristo y, ciertamente, nada encajaba con esa verdad, de donde ella se convirtió en la única creencia inspiradora del comportamiento humano.

Bajo la férula de pontífices, cardenales y obispos atrabiliarios y corruptos, el pensamiento fue restringido, la libre expresión abolida, la literatura religiosa impuesta a sangre y fuego, la irracionalidad dogmática  fue institucionalizada y el teocentrismo se convirtió en ley.

La improductividad se convirtió en una constante. A nadie se le ocurría nada, la producción intelectual desapareció virtualmente. Escritores, pintores y artistas estaban condenados a expresarse solo a través del tema religioso que lo inundó todo.

Este atraso impuesto a la fuerza convirtió a los siervos de la gleba en remedos de seres humanos que eran explotados de manera irracional por los señores feudales, mientras sacerdotes y escribanos les repetían hasta el cansancio que el sufrimiento era la única garantía de ganarse el cielo, en donde serían felices, después de muertos, instalados en las mieles de la vida eterna.

El aparato represivo de la Santa Inquisición de la iglesia se convirtió en  la expresión brutal de la intolerancia y el fanatismo. Es descomunal el listado de pensadores, científicos, mujeres notables, artistas, artesanos, religiosos disidentes que pusieron en evidencia el horror y la descomposición de sus jerarcas que, luego de ser juzgados como pecadores, herejes, brujas o demonios, fueron sometidos a la hoguera inquisidora en ese período aterrador.

La tortura se convirtió en el método único para recolectar pruebas, confesiones públicas, arrepentimientos. La infamia se aposentó en  la Europa de ese entonces.

Un poder ejercido así, un embrutecimiento colectivo de dimensiones tan gigantescas, un volúmen tan escandaloso de creencias instaladas en las mentes de las grandes mayorías, pareciera ser una fórmula imbatible para eternizarse. Pero no fue así. Las creencias sufrieron modificaciones trascendentales que fueron adoptadas de manera colectiva, y ese escenario medieval se vino abajo.

Desde luego, ese tránsito del período medieval al período del renacimiento no fue un hecho fortuito. Se fue cociendo con el tiempo, tal vez desde  150 o 200 años atrás, desde los inicios del siglo XIII y las causas son múltiples.

El régimen feudal se fue volviendo insostenible en términos políticos y económicos. La idea fisiocrática del “gobierno de la naturaleza” que resignaba en la tenencia de la tierra el sustento del poder económico y político, empezó a tambalear frente a la creciente influencia y acumulación de la riqueza alcanzada por los comerciantes, banqueros y artesanos que, asentados en las ciudades, no solo dieron a estas un gran esplendor, sino que instauraron nuevas clases sociales que empezaron a reemplazar a las decadentes aristocracias monárquicas.

Los desafueros de las jerarquías eclesiásticas, la corrupción de la institución papal, la vida opulenta de los ministros de la Iglesia, el escándalo de los negociados vergonzosos con las reliquias y las indulgencias, que no se compadecían ni con la miseria generalizada de los siervos de la gleba ni con los dictados de la doctrina cristiana, empezó a generar reacciones que tuvieron diversos matices: Desde la reivindicación de la pobreza como un imperativo del estilo de vida eclesiástica impulsado por Francisco de Asis y su comunidad (1209) hasta el cisma luterano de 1521 que refleja la decidida reducción de la influencia papal y es un coletazo de la caída de Constantinopla en 1463 que, entre otras muchas cosas permitió, de igual manera, que libros de los clásicos griegos que estaban “ocultos” en las bibliotecas herméticas de las jerarquias derrotadas, llegaran rápidamente a Europa.

El pensamiento empezaba a agitarse y don Erasmo de Rotterdam, al crear con sus textos eruditos las conexiones entre las visiones de Platón y el cristianismo, dio luces sobre el giro conceptual que adoptaría lo que, finalmente se conoció como “El Renacimiento”

La Europa de ese entonces volvió a empezar. Siempre se puede volver a empezar.

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8 respuestas a «No hay mal que dure 1000 años»

Siempre hay esperanza de que las cosas cambien. No hay mal que dure tanto y estamos despertando. Un abrazo

Habría que anotar como causa del renacimiento, también la pandemia, la gran oeste negra que acabó con la tercera parte de la población de Europa

Como decían los abuelos: “no hay mal que por bien no venga”. Abrazo

Y además, Luz María, el cambio lo podemos impulsar nosotros. Abrazo

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