Esa tendencia a mirar los textos, los pensamientos o los personajes de una manera reverencial, asumir que lo que expresan son verdades absolutas, incontrovertibles, no solo implica una especie de castración, sino que detiene el ejercicio del pensamiento.
Por Alberto Morales Gutiérrez
Pensándolo bien, esa frase utilizada recurrentemente en las ruedas de prensa adquirió en este país una especial significación, cuando el señor Álvaro Uribe recibía preguntas que le incomodaban. Muy olímpico él, despachaba el interrogante simplemente convocando a que le hicieran la pregunta que seguía porque esa no la iba a contestar y, claro, se salía con la suya porque nadie le objetaba.
Por el contrario, atreverse a pensar, hacerse preguntas, es lo que diferencia a quienes aman la libertad, de los que son propensos a consumir y a quedar atrapados en las verdades. El profesor Juan de Dios Cascarejo, que hizo su vida académica en la Universidad Complutense de Madrid, es un caso extraordinario de libertad conceptual, y sus reflexiones sobre la historia social son ciertamente reveladoras. Ahora, cuando “El infinito en un junco”, ese texto portentoso de Irene Vallejo que hace tan bello recorrido por la historia del libro y atrapa lectores de manera creciente, exponencial, resulta revelador, el estudio sobre oralidad e historia antigua realizado por el profesor Cascarejo, porque plantea reflexiones que convocan a pensar en eso, en el libro.
Dice que a lo largo de la historia de la humanidad se han hablado cientos de miles de lenguas, ¡cientos de miles! Y precisa a renglón seguido el muy reducido e insignificante número de lenguas que han llegado a dominar la escritura con la fuerza suficiente como para crear una literatura escrita. Concluye que del total de tres mil o cuatro mil lenguas que son habladas hoy en nuestro planeta, menos de ochenta logran expresarse con un dominio de la escritura.
Pero hace una precisión adicional de gran claridad: en los últimos cinco mil años de historia, ¿cuántas personas de los pueblos antiguos, los que integran ese espacio que cubre la historia escrita, incluyendo a los pueblos de Roma y Grecia, tan decisivos para la civilización occidental, cuántas personas – digo – eran capaces de manifestarse a través de la escritura? De ese reducido grupo, ¿qué cantidad objetiva de personas conocían el griego y el latín? Y, de ese aún más reducido grupo, ¿qué cantidad integraba el más, más reducido grupo que se encontraba en la cúspide del poder político y económico o que aspiraba a congraciarse con ese poder? ¿Cuántos lograron una preparación adecuada como para poder producir los refinados modos de pensamiento clásico?, ¿cuántos fueron capaces de vencer el tiempo y logrado que sus obras llegaran hasta nosotros?
E insiste. ¿Es ese reducido número de obras (marcadas tanto por su origen como por los intereses que representaban) suficiente para darnos a conocer el pensamiento, los estilos de vidas, las condiciones de existencia de todos los hombres y las mujeres de esos períodos antiguos?
Y hace esta convocatoria:
“El historiador no puede regalar, gratuitamente, a la palabra escrita de una ínfima, aunque poderosa y culta minoría, una representatividad sobre los demás que nunca detentó. Ni aún siquiera, puede otorgarse a esos restos escritos un monopolio en la expresión de las actitudes de las minorías, porque, incluso, sus propias vidas siempre dependieron en gran medida, de las formas de comunicación oral” (1993).
Por siglos y siglos esas historias se escribieron para quienes podían leerlas. Fueron pues historias de unos pocos para muy pocos.
El descomunal manto de silencio extendido sobre quienes no tenían sino su voz, sus tradiciones orales, su memoria, para narrar en cantos sus propias gestas, debe ser desvelado.
No menos contundente es la reflexión sobre la oralidad que se hace la profesora Alexandra Álvarez Muro, que la define como la característica más significativa de la especie. De hecho, aquella fue durante largo tiempo, el único sistema de expresión de hombres y mujeres y también de transmisión de conocimientos y tradiciones.
Demuestra que hoy, todavía, hay esferas de la cultura humana que operan oralmente, sobre todo en algunos pueblos, o en algunos sectores de nuestros propios países y quizás de nuestra propia vida. Nos invita a pensar por ejemplo en la transmisión de tradiciones orales como la de los cuentos infantiles en Europa, antes de los hermanos Grimm, o en la transmisión de la cultura de los páramos andinos en Venezuela, o en las culturas indígenas. Expresa que aún para los habitantes de la ciudad, la transmisión de muchas esferas del saber se da por vía oral: los conocimientos culinarios son una de ellas, a pesar de haber innumerables libros dedicados a la enseñanza de la cocina. Sí, la oralidad pervive. Es imperativo recabar en ella.
Georges Bataille sintetiza con singular claridad la diferencia existente entre la historia y la prehistoria: “La prehistoria no es diferente de la historia sino en razón de la pobreza de los documentos que la fundan” (1970).
Esa tendencia a mirar los textos, los pensamientos o los personajes de una manera reverencial, asumir que lo que expresan son verdades absolutas, incontrovertibles, no solo implica una especie de castración, sino que detiene el ejercicio del pensamiento.
Es imperativo preguntarlo todo, que no exista silencio alguno de cara a las preguntas. Preguntar es un ejercicio salvador.
Buena parte de la tragedia nacional descansa en el silencio cómplice, en no hacerse preguntas ni buscar respuestas de cara a la corrupción, las injusticias, las masacres, la inequidad.
Medellín hoy, atacada desde todos los flancos, secuestrada, vapuleada, violentada, requiere que nos hagamos preguntas pertinentes, que encontremos respuestas, para volver a empezar.
4 respuestas a «Siguiente pregunta…»
Muy claro y ameno hasta el penúltimo párrafo Alberto, inteligente, intelectual y analítico. Luego volviste a lo tuyo, al tono del militante comprometido que no duda. Medellín siempre ha estado secuestrada, solo que como los secuestradores eran los vecinos no lo notabas Alberto o hasta alguno de ellos podría ser amigo tuyo.
Gracias John por leer. Me gusta que te haya parecida amena la columna hasta el penúltimo párrafo.Hay un riesgo calculado cuando se emiten opiniones: encontrar quien no las comparte. Pero eso, como tú y yo lo sabemos, también es bueno.
Como ya nos acostumbraste a tus lectores seguidores, empleas las palabras precisas para incitar una reflexión sobre la función de la oralidad en la construcción de un pensamiento crítico. Pese a coincidir con tu punto de vista en el cierre, me pareció forzado en el contexto que lo ubicas… Con un café conversado se puede discutir sobre el tema… Abrazos Alberto.
Siiii, un cafeeeeeee! aceptado.