Un procurador con muchos dueños…

La votación por el procurador Eljach no implicó la búsqueda remota de alguna fórmula de beneficio común. Fue una entrega delirante de todos los principios, entrega de la dignidad, aniquilación de la ética, construcción afrentosa de un aplauso unánime a las prácticas más perversas, a la corrupción más desembozada, a la impunidad entronizada.

Por Alberto Morales Gutiérrez.

Del total de 103 senadores que participaron este miércoles en la elección del nuevo procurador general de la Nación, 95 de ellos votaron no solo disciplinadamente sino con convicción, por un tal Gregorio Eljach Pacheco.

Todos ellos sin excepción, se sentían debidamente representados.

El habilidoso personaje era el secretario del Senado de la República, un cargo que ejerció a lo largo de 12 años. Eljach ha medrado durante toda su vida bajo la sombra de caciques reconocidos. Es, en términos coloquiales, un lagarto conocedor como pocos, de las mañas, esguinces y atajos propios de la política tradicional. Fue ternado, sin escrúpulo alguno, por el gobierno del cambio, para evitar a toda costa que Germán Vargas Lleras (otro crápula de grandes dimensiones) se hiciera al cargo a través de uno de sus alfiles.

Esta es una victoria de la corrupción hecha fuerza devastadora. Fueron sus secuaces los que ganaron y todos pueden respirar tranquilos. Tampoco esta procuraduría, como ha ocurrido con las anteriores, se apersonará de ejercer sus funciones; no adelantará ni fallará las investigaciones que por faltas disciplinarias se presenten contra los servidores públicos y los particulares que ejercen funciones públicas o manejan dineros del Estado.

No se requiere ser adivino para entender que todos ellos buscan la inmunidad de cara a sus prácticas oscuras y sus ilegalidades. Juntos, se decidieron por un personaje hecho a su medida. A decir verdad, cualquiera de los ternados que hubiese ganado habría sido una expresión nítida de la impunidad, vestida con diferente traje. Los ocho votos restantes se repartieron así:  Luis Felipe Henao 3 votos, Germán Varón 2 votos (ambos cortesanos de Vargas Lleras) y los votos en blanco fueron 3.

En los remotos tiempos de la universidad, nuestro profesor de Derecho Romano nos enseñó que, en ésa época, el “procurator” operaba más bien como una figura de confianza de su señor, su “dominus”, pues era a quien encargaba de velar por su patrimonio, de administrarlo. Más atrás en el tiempo, a este personaje se le conocía también como “cognitor”.

Para que entienda usted los alcances de la corrupción y su fatídica historia, hacia el año 500 de nuestra era se conoció una recopilación de las normas romanas adoptadas por los visigodos, conocida como el “Breviario de Alarico”. En ese texto, uno de los capítulos denominado “de procuratoribus et cognitoribus” da a conocer las “prohibiciones que pesan sobre los infames de ejercer la procuraduría”.

Infame pareciera ser una palabra en desuso, pero tiene una vigencia estremecedora en estos tiempos. Del infame se dice que carece de honra, de crédito y de estimación. Son sinónimos de infame expresiones como indigno, innoble, bajo, vil, ruin, miserable. Ciertamente todos esos vocablos encajan en el carácter despreciable de la corrupción y era a tales palabras a las que hacía referencia el Breviario.

Tenían razones de peso. Ya en el siglo segundo a.C., Roma expidió leyes que imponían unas reglas de conducta a los magistrados y promagistrados, en donde se aludía a la recepción u ofrecimiento de algún beneficio, provecho, presente o futuro, a funcionarios o a terceras personas.

Hay estudios sobre las “lex repetundarum” de finales de la República romana, en donde ya se habla de los supuestos de ganancias ilícitas obtenidas por los gobernadores provinciales. Había una intención real de defender el bien general. Era relevante “el interés de la comunidad política romana  de preservar la honestidad de los magistrados y garantizar el correcto desarrollo de las funciones públicas”.

En los tiempos de Diocleciano y Constantino, la mano dura castigaba no solo la negligencia, sino la simple omisión del funcionario aunque no fuese dolosa.

¿Alguien en este país de políticos infames ha sentido alguna vez que la sociedad esté realmente representada  ante el Estado, por personajes tales como Margarita Cabello, Fernando Carrillo, Alejandro Ordoñez, Edgardo Maya, Jaime Bernal, Orlando Vásquez, Carlos Gustavo Arrieta, Alfonso Gómez y Horacio Serpa, para no citar sino a los 9 últimos procuradores?, ¿alguien ha sentido alguna vez que estos personajes y esta institución hayan vigilado la integridad y la transparencia de la administración pública y hayan trabajado por la preservación del patrimonio público y la mejora del bienestar y la prosperidad de la ciudadanía?

No puede uno menos que recordar cómo el líder del gobierno del cambio, en su condición de senador, votó por uno de los procuradores más retardatarios de todos los tiempos, un fanático religioso absolutamente impresentable, el señor Alejandro Ordoñez, de infausta recordación. Y es precisamente el gobierno del cambio el que terna al señor Eljach, quien aspiraba a ese cargo desde el año 2020 cuando buscó que lo hiciera el Consejo de Estado, y quien trabajó infructuosamente en el 2024 para que lo incluyera la Corte Suprema de Justicia. Aquí se juntaron el hambre con la necesidad.

Parece un mal chiste, pero en nuestro país, la competencia para investigar y juzgar incluso al procurador general de la Nación (cualquiera sea) la tiene la Corte Suprema de Justicia. Pero si esa corporación hubiese sido la que lo postuló para que fuera elegido, entonces la tarea correspondería al Consejo de Estado. Y digo que un mal chiste, porque precisamente en la elección de este año, como bien la expresa la periodista Cecilia Orozco, el Consejo de Estado no escogió como su candidato a procurador a un gran conocedor de las leyes, prefirió a un político subalterno de Vargas Lleras; y la Corte Suprema tampoco consideró a un jurista respetable, sino a otro político, que también es de la cuerda del mismo cacique electoral. Ella concluye con gran precisión: “los magistrados de la Suprema y el Consejo se metieron al barro de la politiquería y abandonaron el ámbito limpio de los jueces”. 

Ayer nada más, un amigo me decía que la política es el arte “de la negociación”. Asumía tal vez una narrativa expresada por Tzvetan Todorov quien afirmó en una entrevista de 2018 (tal vez también en alguno de sus libros) que se consideraba totalmente hostil a esa visión de la política que divide todo entre amigos y enemigos. La política -dice- “es más bien el arte del compromiso, de la negociación” pero Todorov se apresura a explicar que se trata de negociar algunos puntos, y que hay otros puntos que no son negociables. Que se trata de buscar fórmulas que, sin ser perfectas, satisfagan al máximo de afectados de una parte y la otra.  

La votación por el procurador Eljach no implicó la búsqueda remota de alguna fórmula de beneficio común. Fue una entrega delirante de todos los principios, entrega de la dignidad, aniquilación de la ética, construcción afrentosa de un aplauso unánime a las prácticas más perversas, a la corrupción más desembozada, a la impunidad entronizada. Con los votos de los senadores del Pacto Histórico se selló el más siniestro de los contubernios. El destino de este país pareciera encaminarse de manera inexorable hacia el peor de los escenarios.