Agustín de Hipona se siente cómodo cuando reitera la afirmación de Aristóteles y define a la guerra como un instrumento de paz. “Dios ha dado la espada al gobierno por una buena razón” -dice-. La inmensa mayoría de la gente “buena” acepta el postulado pues, como es bien sabido, Dios jamás se equivoca.
Por Alberto Morales Gutiérrez
El pasado 1 de agosto, la senadora Paloma Valencia expresó a través de las redes sociales un comentario crítico a la narrativa según la cual se “equipara al Estado y a sus fuerzas legítimas con los grupos terroristas”. Considera absurdo que no se tenga en cuenta el hecho de que la acción del Estado y sus “atrocidades” se efectuaron “en defensa de los ciudadanos”.
Su argumento es una más de las variables esgrimidas en los últimos dos mil años, alrededor de lo que se ha denominado la “causa justa” o la “guerra justa“. Paloma Valencia -muy original ella- las llama “atrocidades legítimas”.
En la Grecia antigua, tanto Aristóteles como Platón hacían referencia al concepto, cuando quiera que defendían la guerra como una justificación para esclavizar. Su lógica era extraña: “Por ser justa, la guerra debe ser elegida por el bien de la paz”.
En Roma, Marco Tulio Cicerón se apropió de esta premisa y construyó toda una teoría sobre la “causa justa” a partir de la defensa de la paz. Múltiples pensadores aplaudieron su predicamento a lo largo de varios siglos, sin reflexionar que se trataba de una especie de dicotomía poco creíble, toda vez que el buen Cicerón fue el gran teórico de la expansión del imperio Romano. Una expansión hecha a sangre y fuego, como es de público conocimiento.
Agustín de Hipona se siente cómodo cuando reitera la afirmación de Aristóteles y define a la guerra como un instrumento de paz. “Dios ha dado la espada al gobierno por una buena razón” -dice-. La inmensa mayoría de la gente “buena” acepta el postulado pues, como es bien sabido, Dios jamás se equivoca.
Este maniqueísmo (muy utilizado por los otros padres de la Iglesia católica, por cierto) ha servido para construir una teoría salvaje que justifica todos los excesos de la barbarie, siempre y cuando tales excesos estén al servicio de una causa noble.
El problema es que todas, absolutamente todas las causas pueden ser buenas, dependiendo del cristal a través del cual se las mire.
Entre el 7 de abril y el 15 de julio del año 1994, el gobierno hegemónico hutu de Ruanda, asesinó a un millón de seres humanos por el crimen de haber nacido tutsis. Había que matarlos, toda vez que “todos” los tutsi eran responsables del derribamiento del avión del entonces presidente Juvenal Habyarimana. Los hutu y los tutsi se odiaban unos a otros porque eran “diferentes”. “Eran ellos o nosotros”, se decía, para configurar la causa justa.
El ”buenazo” de Harry Truman, cuya doctrina justa era la de “dar apoyo a los pueblos libres que estén resistiendo los intentos de subyugación”, los intentos del comunismo internacional -decía- mientras se bebía un whisky, no tuvo el más mínimo asomo de inquietud cuando ordenó los ataques con bombas atómicas sobre las poblaciones inermes de Hiroshima y Nagasaki, los días 6 y 9 de agosto de 1945. Ciento treinta mil personas murieron en el acto y ciento veinte mil adicionales murieron días después por efectos de la radiación. La causa justa era salvar de la continuidad de la guerra a millones de personas que estaban sufriendo por el conflicto.
Stalin, el padrecito, tiene a su haber una que otra atrocidad. Sirve para el ejemplo el célebre “Holodomor”, que en ucraniano significa “matar de hambre”. Se trató de un efecto del proceso de colectivización de la agricultura soviética (la buena causa) y que desencadenó un conflicto en las regiones de Kubán y Ucrania amarilla entre 1932 y 1933. La cifra de la buena causa no es nada despreciable: murieron de hambre cuatro millones de ucranianos en tan corto lapso.
Todos esos conquistadores españoles que nos vendieron como héroes en la infancia, lograron en los cien primeros años transcurridos después del descubrimiento, arrasar con cincuenta y ocho millones de nativos. Los seis millones que sobrevivieron fueron cristianizados y, muy probablemente, sus almas justas han de estar mirándonos desde los cielos. Los reyes, la Iglesia y los conquistadores, los “salvaron”. Así las cosas, podemos estar tranquilos porque el sacrificio de esos millones de indígenas se justifica por la bondad de la causa.
Ni al santo papa Urbano II, ni los que lo sucedieron, sintieron el más mínimo remordimiento con la explosión de muerte desencadenada por las cruzadas, pues era urgente y una buena causa liberar los lugares santos. Se fueron a morir y a matar sarracenos sin contemplaciones, al grito de “¡Deus lo vult!”. ¡Dios lo quiere!
Es válido decir que las barbaridades de Al Qaeda y los fundamentalistas talibanes, inspirados en la causa justa de Alá y Mahoma su profeta, han bañado de sangre las calles de por donde quiera que pasan.
Tal vez se pueda cerrar este círculo vergonzoso de terror y muerte aludiendo a las barbaridades que se viven a diario entre israelíes y palestinos, en donde los primeros protagonizan excesos repudiables.
La lista de la barbarie es larga, es diversa y se remonta a los tiempos más antiguos.
No es defensable el tema de la causa justa, porque no es razonable que exista un solo argumento que justifique el asesinato de un ser humano. Si alguna urgencia tenemos hoy como especie, es la de acometer una evaluación consciente sobre todo aquello que inspira en nosotros esa decisión execrable. Creo que todo se origina en las creencias en las que habitamos.
La intemperancia y la violencia se desencadenan porque las creencias son “las verdades” que nos inspiran. Mi “creencia” es “mi verdad”. Si yo poseo la “verdad”, asumo que el otro está equivocado, está instalado en una mentira. Mi “verdad” me da fuerza para matarlo. Lo hago por su bien. Mi “verdad” debe ser asumida por el mundo que me rodea. Si no aceptas mi “verdad” estoy autorizado para exterminarte. Tu desaparición es legítima, siempre será legítima desde “mi verdad”. No soy capaz de admitir que haya una verdad diferente de la mía. Solo debe existir una verdad.
Es, desde luego, una lógica aterradora. Le pregunto: ¿hasta dónde sería capaz de llegar usted, en defensa de su verdad?
6 respuestas a «¿Atrocidades buenas y atrocidades malas?»
Excelente artículo.
Se puede considerar una verdad defendible la defensa y honra de las vidas y bienes de una población?, la que no tiene ideología, creencias ni odios, y se inspira solo en la necesidad de “proteger” al que no tiene como.
Orlando, gracias por leer. Yo creo que son verdades defendibles todas las que tienen un espíritu humanista. En general, conceptos tales como la solidaridad, la equidad, para no citar sino dos ejemplos, son conceptos humanísticos. La idea es que, amparados en esos conceptos y en la defensa de los mismos, hay quienes han estado dispuestos a matar, a sacrificar al otro, con el supuesto de que su verdad no dialoga con ellos. La idea es el imperativo de encontrar mecanismos que sean capaces de enseñarnos a entender las diferencias. Abrazo
Completamente de acuerdo. Se debe señalar que la diferencia la hace el hecho que la “gente bien” es la que tiene a su servicio el poder, el Estado, el gobierno y las fuerzas represivas.
Gracias Alberto, por leer. Creo que tienes razón. Siempre se agrede desde una posición dominante.
1. Atrocidad: acción desmesurada y desproporcionada que se realiza con brutalidad o violencia. “en todas las guerras se cometen atrocidades”
2. Acción o dicho temerario y disparatado, que no responde a la razón o se sale de los límites de lo ordinario o lícito.
Y las guerras son la razón del predominio de la propiedad de bienes adquiridos conforme a ley o “expropiados conforme al poder político o de las armas”, o reclamación de “derechos” o por el natural deseo de poder para someter comunidades y en todos los casos en favor de una o varias pequeñas comunidades limitadas a familias y se autodenominan “de bien”.
Entonces la “atrocidad” construye el “bienestar” “modo de vida” de una pequeña comunidad con el disfrute de los bienes naturales y sociales del total de la sociedad, sobre las ruinas de la razón social, la realidad de la VIDA DIGNA y frustración de la mayoría de la sociedad y sus generaciones arrojadas al desperdicio del vicio, la prostitución y violencia escenario vivencial administrado por quienes conforman “la clase emergente” sicarios de la vida, del amor y la cultura.
Gracias José, por leer. Es cierto, la guerra es una atrocidad que, finalmente, beneficia a muy pocos. Es una de las atrocidades comunes de la “civilización “.