El más impactante efecto de esa “característica parasitaria” es que hemos desarrollado la capacidad de engañarnos a nosotros mismos, de creernos nuestras propias mentiras.
Por Alberto Morales Gutiérrez
Es muy divertido escuchar o leer las argumentaciones de los “realistas” cuando analizan los hechos sociales. Ellos ascienden a las alturas de su superioridad moral e intelectual y nos miran a los otros como seres minúsculos, que nos dejamos llevar por las distorsiones evidentes que generan los sentimientos que orientan nuestro pensamiento. Nos ven atrapados en nuestros miedos y en nuestros amores, en nuestras esperanzas e ilusiones. Nos ven perdidos.
Isaiah Berlin destaca que cuando alguien dice “me temo que soy realista”, la afirmación adquiere un sentido siniestro, porque regularmente expresa a renglón seguido una decisión “ruin o cruel”.
Los cultores del “realismo” se autodefinen como “objetivos”. Son muy “científicos” ellos pues, en su perspectiva, hay leyes que rigen a la sociedad y rigen a la historia.
El método “científico” les permite hacer las lecturas objetivas adecuadas y encontrar, como es apenas obvio, las grandes soluciones que la sociedad requiere y reclama. Ellos saben cómo hacerlo.
Están engolosinados con la idea de que las sociedades, al igual que la materia, se rigen por leyes específicas e inmutables. No debe usted olvidar que, antes de la irrupción de la mecánica cuántica, se creía que todo en el universo funcionaba como la máquina de un reloj.
Una vez integradas al análisis social las leyes que rigen los comportamientos humanos y esclarecidas las incidencias del lenguaje, la cultura, las religiones, los temas legales, los sistemas de pensamiento (para eso están los algoritmos, ¡carajo!) entonces estamos en capacidad – nos dicen – de predecir y describir y orientar esos comportamientos y, para ser realistas, proponer un funcionamiento ideal de la sociedad: ¡el mundo feliz!
Pero la verdad es que, hasta hoy, los acontecimientos de las sociedades nunca se han desarrollado como los expertos realistas han anticipado. Tampoco se han producido los resultados que estaban seguros de poder obtener. Sus cálculos del futuro son irremediablemente torpes.
De entrada, hay una variable que no consideran: somos la única especie que está en capacidad de mentir conscientemente, de hacerlo motivada por intenciones complejas y lograr incluso atribuirles a otros esas intenciones.
Paul Grice define como “alucinante” entender que la mentira, “se produce a través de un enunciado del lenguaje concebido con el propósito consciente de engañar”. Y agrega otra frase que conmociona: “la mentira puede ser entendida como una característica parasitaria común de la comunicación humana”.
El más impactante efecto de esa “característica parasitaria” es que hemos desarrollado la capacidad de engañarnos a nosotros mismos, de creernos nuestras propias mentiras.
Llevamos miles de años perfeccionando, por ejemplo, la idea de que somos una “especie superior”, de manera tal que ejercemos una autocomplacencia con lo que consideramos son nuestros logros, nuestras proezas y nuestra vocación de avance y desarrollo.
Nos damos contra las paredes, pero no parecemos escarmentar. Asumimos saberes y verdades que defendemos con ahínco, pero estas son luego rebatidas en el tiempo. La experiencia nos convoca a la humildad, pero lo olvidamos pronto porque de inmediato aparece otra verdad que nos deslumbra.
Tardamos muchísimos años para entender que nuestro pequeño planeta no era el centro del universo y que no era alrededor de él que giraban el sol y el resto de las estrellas y planetas.
De igual manera, la biología puso el mundo patas arriba cuando demostró que nuestra especie no fue creada por Dios alguno y, a su vez, otras disciplinas del conocimiento, como lo expresa Jared Diamond, se encargaron de demostrar precisamente que la historia humana no ha sido “una historia de progreso ininterrumpido”.
No es cierto que estemos protagonizando un avance lineal y que cada nueva síntesis, cada nuevo conocimiento, cada nuevo aprendizaje, nos lanza hacia adelante, siempre.
El saber tiene flujos y reflujos, hay saberes que incluso nos detienen en el tiempo.
Daniel Innerarity lo describe muy gráficamente: “Las velocidades de los movimientos hacia adelante se diferencian. Se forman remolinos en los que se quedan atrapadas dimensiones que no avanzan, sino que giran o se detienen”.
En medio de la prepotencia antropocéntrica que nos caracteriza, se nos antoja que los últimos 5000 años transcurridos desde cuando se inventó la escritura, son tiempo más que suficiente para saberlo todo y hemos construido una noción de la urgencia que nos ubica en una territorialidad totalmente ajena al concepto del saber.
En el 1582, épocas oscuras en las que el mundo era manejado por el cristianismo con mano de hierro, el papa Gregorio XIII decidió organizar el calendario de manera diferente, al servicio de sus ideas.
Culturas milenarias como las de los antiguos egipcios, los polinesios y los lakota, los mayas y los incas, entendían el tiempo como una fuerza que sincroniza todo el universo. Nuestra especie entendió que la luna da la vuelta a la tierra trece veces. Esas trece vueltas, trece lunas, trece meses, estaban a su vez compuestas cada una por veintiocho días. Para esas culturas la luna es femenina y la hembra de la especie cumple el ciclo menstrual cada veintiocho días. En la dinámica de esa sincronización. Ese calendario de trece lunas tenía la pretensión de armonizarnos con el universo.
El exabrupto de Gregorio fue crear un calendario irregular con la pretensión de adecuar el tiempo de manera arbitraria para que la “Semana Santa” (que era esencial en sus rituales y creencias) coincidiera con el equinoccio de primavera.
Así, ese calendario empezó a durar doce y no trece meses como estaba, de manera tal que los días que sobraban se agregaron a los otros meses y desencadenaron el desorden de imponer la duración de unos a veintiocho, otros a treinta y otros a treinta y un días.
Ciertamente, nuestra especie es hoy la única que no vive su vida conforme a los ciclos de la naturaleza.. Nos estamos separando del mundo, dice Michel Onfray, hemos perdido el sentido del cosmos. Y concluye que hubo un tiempo en el que los seres humanos fueron capaces de entender su lugar en el mundo, la existencia de ciclos, y ese entendimiento pareciera no existir hoy. No, el mundo del “realismo”, no es el mundo que habitamos.
8 respuestas a «Eso de asumir todo con realismo, tiene mucho de ingenuidad.»
El mundo real es un volcán de erupciones y transformaciones…en constante ebullicion …
Gracias Juan, por leer. Si, la ebullición es la constante.
Muy buena columna Alberto!
Gracias por leer, John
Interesante columna sabré el realismo
Gracias William, por leer
Muy interesante.aprendi bastante de ella. Definitivamente quien no ha sabido q son en muchos casos a quienes hemos tenido en el poder han tomado decisiones separatistas que no denotan sino falta de conocimiento y equilibtio
Gracias Clara, por leer. Tener información no basta para construir conocimiento.